jueves, 10 de septiembre de 2009

El alacrán

Desde el principio la salida de las tortugas no pintaba bien; había que pasarse diez días en un pueblito de miriñaque, perdido en la costa de Michoacán patrullando la playa a las tres de la mañana en busca de tortugas marinas que salían a desovar. En la arena había pulgas de mar que le dejaban a uno las nalgas como chirimoyas y el frío patagónico provocaba efectos siniestros en la rete testis. Aquello parecía la manda anual al Santo Niño Fidencio. Me inscribí en esa materia sólo porque no había otra compatible con mi creciente abulia escolar. Maldito si me atraía la perspectiva.
El viaje duró 18 horas, mismas que pasé empotrado en una ventanilla y con ganas de vomitar. Cuando llegamos a Caleta de Campos eran las cuatro de la mañana; al bajar del camión nos corretearon los perros de la madrugada. Luego tuvimos que acomodarnos en una casa prestada para “la comunidad científica”. En el baño, además de fab con amonia y una toalla que conoció las manos de probablemente treinta personas con habilidades para desarmar un cigüeñal, había una cría de conejos.
Nuestro trabajo comenzaba a las once de la noche. Salíamos cargados con bolsas del súper y esperábamos a las tortugas que arribaban llenas de trabajos a la playa. Cavaban su nido, en el cual depositábamos las bolsas simulando una placenta del libre mercado. Los huevos caían entonces acompañados de un líquido viscoso de olor indescriptible. A veces las cosas se complicaban porque algunas tortugas habían iniciado ya el desove; en esos casos era menester sacar los huevos en medio de las paletadas de arena del quelonio que trataba de tapar el nido. El aspecto final del investigador era el de alguien que ha luchado desfavorablemente contra la furia de los elementos.
La tercera noche decidimos visitar un lugar a cien kilómetros del pueblo, en donde –se sabía– llegaba una de las especies más raras. Utilizamos una pick up que dejamos estacionada al lado de la carretera y tomamos rumbo a la playa que estaba a media hora de camino a través de una especie de selva amazónica en los dieciocho grados de latitud norte. Hubo que vadear un río por lo que, con la prudencia heredada de la sabiduría materna, me quité los zapatos para que no se mojaran. Llegamos a una zona en la que terminaba la maleza para confundirse con la arena de la playa y desde allí iniciamos el recorrido de patrulla en fila india. Me correspondió el último lugar. Durante la caminata me puse de un humor de los mil diablos reflexionando sobre mi consistente capacidad para tomar decisiones equivocadas –como la de estar en ese sitio, a esa hora y con esa misión– cuando sentí una punzada en el dedo menor del pie izquierdo.
–Ay –exclamé.
Como pensé que era una espina, seguí caminando. A los veinte pasos se me doblaron las rodillas y caí como un saco en la arena. Me palpitaban las sienes y un hormigueo empezaba a recorrer mi pierna. Parecía un pinche cuento de Quiroga.
Alcancé a echar un gritito pero todos pensaron que bromeaba. Por fin Juan Mondragón se dio cuenta y les chifló a los demás. Llegaron a donde yo estaba y se establecieron diálogos francamente de muy bajo perfil:
–¿Qué pasó?
–No sé.
–¿Cómo te sientes?
–Mal.
–¿Tienes asma?
–No.
El primero en darse cuenta de que me estaba muriendo y no había tiempo para preguntas pendejas fue Jorge Wichers, quien encontró entre las plantas un alacrán muerto.
–Hay que abrir –dijo decidido como un comando y sacó una navaja suiza de ésas que portan los badulaques, la calentó con su encendedor y acto seguido aplicó la hoja con pulso de filatelista en el dedo correspondiente. Estoy seguro de que el procedimiento es el que manda la ortodoxia de los primeros auxilios, sin embargo nadie tuvo la paciencia de comentarle a Jorge que era necesario esperar a que la navaja se enfriara un poco antes de iniciar el tratamiento, por lo que al contacto con mi piel el metal hizo: tzzzz. No se dio cuenta de que me estaba quemando el pie hasta que le sumí las costillas de una patada. Todos pensaron que era un acceso de locura propio de estos casos y me agarraron como se agarra una res a punto de ser capada. Lola Cornejo introdujo diligente un paliacate en la zona de la epiglotis, que me provocó asfixia. Jorge no se atrevió a chupar, por lo que exprimió mi pie como si fuera pasta de dientes y luego hizo un torniquete, ya no pude decirle que el proceso era al revés.
El momento cumbre se alcanzó cuando pidieron el suero sin sospechar que nunca lo encontrarían, ya que el encargado de llevarlo era yo, que pasé una tarde buscando los laboratorios en Avenida Popocatepetl y renuncié a la misión pensando que ésas eran paranoias. Decidieron llevarme de regreso al pueblo. El camino hacia la camioneta fue un modesto vía crucis: como me cargaron en hombros, nadie se dio cuenta de que las ramas bajas de los roaches estaban rayándome la cara que quedó como un plano del metro de París. Llegamos a una palapita y David Gutiérrez gritó:
–¡Aquí traemos a uno que lo picó un alacrán!
–¡Se va a morir! –gritaron de adentro.
No sentía el pie, que se había hinchado como pelota, y cada vez me costaba más trabajo respirar.
Al llegar a la camioneta me tendieron en la parte de atrás lleno de mantas, el chofer arrancó como en las películas. En ésas íbamos cuando perdí el sentido, mismo que recuperé a bofetones porque alguien, con iniciativa pero muy pendejo, dijo que era peligroso dejarme desvanecido. Lola lloraba arrepentida –estoy seguro– de no haber cedido al acoso de mis bajos instintos la noche anterior en las hamacas. Yo iba pensando en cosas muy extrañas, como quién iba asistir a mi funeral o la tasa de reemplazo demográfico de Uruapan, hasta que me desmayé definitivamente. En ese momento Wichers dijo que ya no oía el pulso. Todos se quedaron fríos y reaccionaron de una manera que hoy considero miserable, argumentando que tal muerte prematura se debía a mi condición de alfeñique de 54 kilos; sin embargo, se dieron cuenta de que todavía respiraba. Después de una hora llegamos a la clínica y fueron a despertar al doctor, me inyectaron suero y cortisona y esperaron la reacción.
Recuerdo que lo primero que vi al abrir los ojos fue el trasero de la enfermera que recogía algo al lado de la cama. El efecto de la cortisona, sumado a mi natural fogoso, crearon una ecuación de libido que me hizo estirar el brazo y agarrarle una nalga. En ese preciso instante el espíritu de Issac Newton me dio una lección, ya que a mi acción lúbrica correspondió una reacción demoledora en la forma de un limpio izquierdazo que me desgració la mandíbula de manera permanente y me devolvió, por razones diferentes, al país de los sueños.