martes, 28 de diciembre de 2010

Mujeres (El Financiero 1993)

Escribir sobre mujeres siempre tiene riesgos. Uno puede ser catalogado como misógino, macho o simplemente hijo de la tiznada. Estos son tiempos en los que la mujer (me apresuro a decir que con justicia) ha conquistado espacios irrenunciables. Ya el marido no puede llegar con los amigotes a las tres de la mañana a pedirle a su cónyuge que le caliente unos ejotes con huevo, so riesgo de que le sugieran el lugar adecuado para introducirse los ejotes, los huevos y a sus amigos. Uno no deja de sorprenderse ante las inmensas variantes que ofrece la naturaleza femenina. En esta colaboración quisiera caracterizar (asumiendo todos los riesgos) algunas de estas variantes. El conocimiento de todas y cada una de ellas ha sido producto de experiencias personales que me parece interesante compartir con usted. ¿Vale?

La desinhibida. La llamaremos X. Probablemente la experiencia más conmocionante que viví con ella fue un día que nos presentamos a una fiesta en la que ni siquiera éramos invitados. La puerta la abrió la esposa del anfitrión, una señora que tenía barba. En el momento que yo me fajaba la camisa para entrar, X se acercó a la señora barbona que un poco mosqueada dio un paso atrás. X se adelantó y dijo las palabras inolvidables "¡Hija, esos pelos se te ven fatal!". Me desmayé.

La mística. Con ella, la cosa fue clara desde el principio; ¿quieres venir a sentir energía astral?, me parece preguntó un día, explicándome que se treparían al Tepozteco, se encuerarían a las tres de la mañana e invocarían a alguien que no me acuerdo si era Changó o Tezcatlipoca. Como dije que nones, estuvimos un tiempo sin hablarnos hasta que la encontré en una fiesta que daba en su casa. Allí sucedió el incidente del ojo; me empezó a explicar que todos teníamos un ojo a la altura de la barriga y que con un poco de concentración se podía "manifestar" (así dijo). Yo creo que estaba borracho porque me quité la camisa y le dejé que me empezara a pintar la panza con un plumón Wereaver mientras hacía ruiditos muy raros. En esas estábamos cuando llegó su mamá que, al ver la escena, empezó a gritar de forma horrible mientras me daba sopapos con la mano abierta. Nunca volví.

La buenaonda. Cuando conocí a la buenaonda me impresionó mucho cómo hablaba; arrastraba las palabras como si hubiera inhalado ácido sulfúrico. Con ella fui a Zipolite donde todo mundo andaba desnudo en la playa. Recuerdo que íbamos como nueve gentes que nos acomodamos en una casa de campaña en la que cabían cuatro. La primera mañana el contacto del sol con el toldo generó un fenómeno atmosférico en el interior de la tienda que determinó que la temperatura subiera 30 grados, por alguna razón esto a su vez produjo un olor que se masticaba. A la hora de encuerarse me dio tanta pena que me negué. "Estás muy limitado, maestro", me dijo la buenaonda. "Limitada tu madre" me acuerdo que pensé y menos quise. Me convertí en el pitorreo del viaje, que por cierto duró dos semanas.

La oligarca. La oligarca era la mujer más pesada que he conocido jamás. Se creía Carolina de Mónaco. Decía que ir al cine en la tarde era cosa de sirvientas y no se bajaba del coche hasta que yo le abriera la puerta. La primera vez recorrí una cuadra antes de darme cuenta. Sólo tomaba wisqui y comía camarones. Yo, que era un pusilánime, jamás dije nada y esto me arrastró a escenas terribles. Una vez, fuimos a un restaurante de lujo. El mesero me vio como si oliera un pedo y me preguntó por lo que iba a tomar. Pedí una jarrita de vino. Me llevaron una jarri tita de vino, como no sabía si era la prueba o la jarra me quedé como un imbécil mientras el mesero suspiraba. Luego me preguntó cómo quería el pescado y yo contesté "bien cocido".

La oligarca casi escupió su wisqui. La escena culminó cuando el infeliz mesero me preguntó (creo que por joder) que cómo quería la mantequilla. Le contesté de muy mal modo. La oligarca me dijo que si me iba a comportar como camionero ella se iba. Y se fue para siempre.