lunes, 26 de diciembre de 2011

Arre borriquito (El Financiero 1996)

En el momento que usted, querido lector, revise estas líneas, seguramente estará envolviendo un triciclo, sacándole las tripas al pavo, a través de una operación que me parece repugnante, o poniéndose una almohada en la barriga y barbas sintéticas para espantar a los niños en la noche. Efectivamente, la Navidad es una fecha en la que se toman iniciativas inéditas y en la que se nos desordenan las entendederas de una manera escalofriante (como el día que un invitado de mi padre se orinó en la azaleas del jardín). La ortodoxia sugiere reunirse con la familia alrededor de una mesa, cantar la letanía, comer uvas y tragarse las semillas además de brindar por todo lo bueno que este año ha traído, asunto que me parece perfecto. Sin embargo, los días navideños tienen algunos componentes definitivamente execrables que son los que quisiera revisar en esta columna de Nochebuena.

Una de las primeras perversiones navideñas es la de salir a comprar regalos; nuestro ánimo obsequioso sale a flote y entonces nos metemos a tiendas que huelen a cloaca de pollo de tanta gente que las visita. Las empleadas están con un humor que se mastica y los visitantes metiéndose a madrazos en el elevador o echándole el coche a la viejitas en el estacionamiento para evitar las colas. Ahí es menester decidir el regalo ad hoc para cada uno de nuestros seres queridos, y entonces empiezan los problemas, porque la posibilidad de atinarle al presente correcto es prácticamente nula: ¿que el tío Pancho es tan bruto que nunca ha leído un libro?, pues la Divina Comedia, que servirá para nivelar una mesa, o como martillo en casos extremos; ¿que Juanito tiene alma científica?: un juego de química que tendrá el efecto de dejarlo sin tres dedos el día que quiera fabricar el gas del huevo podrido; la tía Paca será alérgica al suéter de Chiconcuac, y el disco de gaita asturiana para el primo Enrique será escuchado por primera vez cuando un antropólogo del 2057 lo rescate de un armario.

Otra malignidad de estas fiestas consiste en la quema de cohetes; darle cohetes a un niño refleja no sólo que el papá sea un idiota, sino entraña los mismos riesgos que ofrecerle un negocito a Raúl Salinas ya que los infantes seguramente encontrarán divertido atar al perro y destriparlo con una paloma de cuatro pesos, o aventarle cohetes en las nalgas a la gente que va pasando por la calle. El ejemplo más notable de esta manía tuve el privilegio de observarlo en la casa de unos amigos, cuando el árbol de Navidad ardió en llamas en una suerte de mini-incendio forestal.

El tercer problema se centra en los abrazos: uno da más abrazos que el líder del PRI en gira. Ahí va uno por la vida estrechando a la gente que le cae gorda como si uno la quisiera mucho y diciendo frases como "hermano, lo mejor para ti y para los tuyos". El riesgo es encontrarse a tipos que creen que si aprietan más fuerte será mejor, y entonces uno tiene que apretar las corvas y tensar los huesos (igual que en el excusado) para evitar que le desvíen la cuarta lumbar. Horrible.

La última gran perversión se centra en la música: por alguna razón que no acierto a comprender los compositores de música navideña manejan en su universo lírico conceptos como burritos, pastorcitos, pesebres y vírgenes lavándose. Ello --que ya representa un problema-- se agrava si consideramos que la programación musical de los centros comerciales, de los coros de capita y pandereta de los niños en edad escolar, no cuentan con más opciones por lo que después de dos días uno quiere que los pinches peces no beban en el río y que los reyes magos lleguen de una buena vez a Belén.

En fin, me hago cargo de que toda estas derivaciones de la Navidad no dejarán de ocurrir sólo porque a un servidor le parezcan lo que le parecen. Es por ello que más que andar regañando a la gente simplemente deseo que todo salga como debe salir y que usted no se embriague vergonzosamente esa noche. Felicidades.